La
historia del molote se pierde en el sincretismo colonial entre las
costumbres hispanas, criollas, mestizas y los gustos populares. La tinga
no se comía antes de la conquista, tampoco el queso, los tlales de
chicharrón, o la longaniza. Los alimentos cotidianos eran las flores de
calabaza, cuitlacoches, chiles del tiempo o similares, granos de maíz,
hongos y setas silvestres.
En
el pasado, se compraba la masa en tortillerías y molinos. En el quicio
de los zaguanes de las vecindades o a la salida de las iglesias
aparecieron anafres de carbón y comal, a un lado una mesita con mantel
primero de tela, sobre ella platos de masa preparada con harina de trigo
cernida, guardada toda la tarde envuelta en una jerga húmeda dentro del
o sitio frío, en pequeños platos estaban los rellenos, la papa hervida y
troceada, con sal de grano, epazote, queso fresco en rajas, chiles
jalapeños, tlales de chicharrón y una pasta de jitomate, cebolla y algo
de chilpotle, mal llamada “tinga”, requesón, cuitlacoches y flores de
calabaza; las niñas ayudaban a las madres y abuelas a preparar el
molote; se hacía una bolita de masa con las manos salpicadas de agua, se
colocaba sobre un trapo limpio y húmedo en la tortilladora manual, se
aplastaba todo con la tapa y de ahí se le daba una pasada en las manos
para agrandarla un poco, agregaban el relleno, se doblaba y metía en
manteca caliente, de ahí salía el molote, crujiente, y se ponía escurrir
sobre papel de estraza.
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